Por Esteban Chiacchio (Politólogos Al Whisky) – 04/11/2020
Al momento de escribirse estas líneas, las elecciones en Estados Unidos aún están en disputa. La ventaja numérica favorece al ex vicepresidente Joe Biden, sin embargo, el análisis especulativo da buen augurio al presidente Donald Trump. Al no ser definitiva ninguna arista – y al tomar lugar en una elección marcada por el voto por adelantado en el marco de una pandemia – nos obliga a teclear este artículo confiando en la discreción del lector: Todo lo que está por leer a continuación, bien puede autodestruirse en segundos.
Pareciera que fue una eternidad atrás cuando, en un mundo libre de pandemias y mascarillas, Trump, por un lado, solitario en camino allanado de la contienda republicana, y un puñado de aspirantes demócratas, con un interesante componente progresista, por el otro, iniciaron sus campañas para arribar a la Casa Blanca, mediante la elección que nos atraviesa en estos días. El camino del actual mandatario, debido a la combinación de sus performance extravagantes, sus circuitos que revitalizaron el vínculo con su base, la viralización de sus performances más cercanas a un reality que a lo usualmente concebido como político y su negacionismo para con la pandemia de coronavirus – por nombrar algunos de sus aspectos – gozó de diferentes facetas que, más allá de modos y extremismos, nunca pusieron en duda el hecho de que él encabezaría el ticket republicano en busca de la relección: Trump no compitió con nadie en las primarias. Ni siquiera con sus propios traspiés.
En la vereda de enfrente, los demócratas iniciaron su contienda con un número inédito en cuatro décadas, de aspirantes al ticket: 29 individuos buscaban contemplar la bendición de su partido para arrebatarle la Casa Blanca al magnate. La campaña, y posterior victoria, de Hillary Clinton cuatro años atrás, no había sido gratuita para las entrañas azules: La división entre el centrismo – también etiquetado como corporate democrats – arraigado al lado Clinton, y la rama progresista que encontró hogar en el discurso de exponentes como Bernie Sanders, obligaba a una solución integral que minimizara la división entre facciones y alentara a una solución en conjunto: Era cuestión de estar preparados para, con una campaña efectiva y unificada, complementar al mérito propio con un tiro en el pié asegurado que el payasesco Trump, eventualmente, se ejecutaría.
Luego, claro, la pax prometida entre demócratas bien pasó a segundo plano: Sanders acentuó sus propuestas progresistas, rama cuyo encabezamiento le fue disputado por Elizabeth Warren, pasaron sin pena ni gloria los Pete Buttigieg, Amy Klobuchar y Tulsi Gabbard, Michael Bloomerg ingresó en la contienda a fuerza de sus millones, pero en silencio se retiró cuando comprendió que los números en su cuenta bancaría no eran símiles a los de su electorado y rápidamente la corriente centrista comenzó a aliarse con quien en un principio parecía eclipsado debido a una baja performance en el génesis de las primarias: Hablamos de Joe Biden.
Rápidamente, las rispideces entre la corriente renovadora y el establishment del partido volvió a tensarse: ¿Era Biden el candidato ideal para enfrentar a Trump? ¿Era Biden el sujeto que representaba la renovación – e incluso la refundación – que precisaba según diversos referentes el partido, después de la dura derrota de 2016? ¿Eran los representantes de esa corriente, agentes que podían torcer la suerte del propio Biden, o acaso se podía ignorar lo lejos que estaba el ex VP de los ideales que pregona la rama progresista? Y pecando del cuestionario en exceso, en estos momentos en dónde la incertidumbre devora a cualquier pronóstico sólido, ¿No era una mejor idea intentar seducir al electorado indeciso, o incluso a la rama más moderada del trumpismo, con un candidato más cercano al centro, que con un Sanders tan propenso en sus ideas a ser etiquetado de comunista, por el relato que The Donald grita, gesticula y aviva para con sus seguidores?
El Partido Demócrata aparentaba aspirar a un aggiornamiento de sus bases, mediante un enfoque íntegro de su competencia interna, a fin de configurar un eje unificado para enfrentar a Trump. Pero eso mutó en un intento algo torpe de generar los anticuerpos necesarios para poder elevar a quiénes sus diseñadores estratégicos consideraban loable, accionando esto con la menor deserción electoral posible. Aún en la víspera de un resultado final, que puede tardar días, e incluso semanas, el sabor a repetición de algunas jugadas tan poco eficaces de 2016 es un eco que retumba en las bases del partido.
¿Por qué las decisiones demócratas reniegan con tanta firmeza de los movimientos renovadores en su interior? ¿Por qué le dan tan poca importancia a la fidelidad de su electorado para con el candidato, y tanta predominancia a conquistar un centro difuso que posee aún menos empatía por la causa elegida? Y más aún, con una elección que muchos en el lado demócrata visualizaban como menos cerrada que lo que se observa, ¿Cómo convivirán las permanentemente postergadas corrientes progresistas con el establishment del partido si el proyecto Biden fracasa, o simplemente no colma las expectativas?
Un último cuestionamiento, escapándose con dificultad de la fuerte tradición bipartidista que posee Estados Unidos, es imaginar que esos anticuerpos que los demócratas apostaron a desarrollar para sostener la unidad partidaria, se cayeran unánimemente, dando apertura a un éxodo que, de profundizarse, puede quitar al partido de su cómodo centro, para aproximarlo al abismo.
Esta historia continuará.