Cuando el entonces primer mandatario Alberto Fujimori anunció su renuncia, por medio de una carta enviada desde Japón, la democracia peruana renacía en medio de celebraciones en las calles de Lima. Desde entonces, todos sus presidentes electos fueron depuestos o enfrentaron causas de corrupción, por las que están en el exilio, arresto domiciliario, o se suicidaron.
Algunos análisis consideran a la corrupción estructural como el principal factor de la inestabilidad política. Indudablemente se trata de un problema mayúsculo, pero no puede atribuirse de forma aislada. De los 46 casos abiertos en torno al escándalo de Odebrecht, ninguno ha llegado a puerto, tanto que, de los presidentes acusados ni uno ha recibido condena firme. Se llegó al punto en que, muchos de los legisladores que votaron por la remoción de Vizcarra estaban ellos mismos empapados en denuncias, como es el caso de Humberto Acuña, condenado en segunda instancia por sobornar a un policía y cuyo pedido de destitución se encuentra encajonado.
Otras perspectivas incorporan como variable el diseño formal de cuño parlamentarista, que facilitan en sobremanera la destitución del regente, y un sistema de partidos no consolidado.
Un hibrido entre presidencialismo y parlamentarismo.
A pesar de que la cabeza del ejecutivo es elegida a través del voto popular, como en el resto de América Latina, la arquitectura institucional peruana incorporó componentes propios de los sistemas parlamentarios europeos, por los que se buscaba evitar abusos de poder.
Entre ellos destaca la capacidad de otorgar el voto de confianza a los ministros, es decir, que congreso debe aprobar el gabinete de ministros elegido por el mandatario. De lo contrario, estos tienen que renunciar al cargo, lo que ha traído numerosos conflictos entre ambos poderes, llegando al extremo de que el presidente disuelva el congreso y llame a elecciones, mecanismo contemplado constitucionalmente para el caso de los legisladores impidan sistemáticamente la formación del gabinete.
Por otro lado, existe la figura vacancia por incapacidad moral del primer magistrado. La misma no equivale a un juicio político, sino que es una definición abstracta, tanto que puede implicar casi cualquier cosa, desde la enfermedad física, hasta la literal incapacidad moral para el ejercicio de sus funciones.
Además, es un proceso sencillo comenzar, ya que solo se necesitan el 20% de los legisladores para pedir la moción, 40% para admitir su tratamiento y 66% (87 de 130 bancas) para aprobarla. Adicionalmente no necesita ser tratado en comisiones, por lo que suele ser realizado con relativa velocidad.
A esto debemos sumarle que, al ser unicameral, las decisiones de la asamblea no pasan por la revisión de un segundo cuerpo.
Con todo, cualquier residente de la Casa de Pizarro que desee mantener su cargo, debe tener la mayoría parlamentaria que le permita, no solo sancionar leyes, sino siquiera nombrar a su gabinete y sobrevivir a un pedido de vacancia.
Otro Déjà vu
Agencia EFE
Al momento de asumir el gobierno, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) se enfrentaba a una delicada situación. El modelo de crecimiento por la exportación de materias primas se había agotado con la caída de los precios de los commodities, en particular el cobre, producto estrella de las exportaciones peruanas, que representa cerca de la mitad del total.
Al creciente pesimismo económico hay que añadirle la notable debilidad política del gobierno, que prácticamente carecía de apoyo parlamentario. A pesar de haberse impuesto en el ballotage frente a Keiko Fujimori, hija del ex presidente Alberto Fujimori, esta última pudo consolidar un boque de 73 de 130 escaños, contra apenas 18 de PPK. La abrumadora ventaja le permitió a Fujimori impedir la aprobación de leyes, destituir ministros y hasta anular gabinetes completos.
Una investigación, que vinculaba a PPK con la megacausa de corrupción Lava Jato, dio pie al primer intento de moción de censura, del cual solo pudo salvarse por unos pocos votos, y gracias a la abstención de Kenji, hermano de Keiko, y otros miembros de su bancada. Apenas unos días después, Alberto Fujimori, condenado por corrupción y violación a los derechos humanos, fue indultado por Kuczynski. El escándalo desatado terminó con su dimisión.
El poder legislativo no había salido indemne del proceso, ya que, entre los acusados por corrupción figuraban muchos de sus miembros. Como consecuencia, fueron perdiendo la confianza por parte de los peruanos.
Es aquí cuando asume la presidencia Vizcarra, vicepresidente de PPK, quien no pudo disfrutar de su luna de miel. El conflicto entre poderes no tardó en recrudecerse. Enfrentado a una institución plagada de denuncias judiciales, Vizcarra optó por explotar la impopularidad de esta, impulsando reformas contra la corrupción, impregnada en la clase dirigente.
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Lo cierto es que flamante regente redujo al mínimo su interlocución con el resto de partidos. Ante la imposibilidad de constituir un frente en el parlamento, copado por el fujimorismo y sus aliados, prefirió romper lanzas, sacando provecho de la reprobación social de aquellos para construir su base política.
La maniobra rindió frutos, por lo menos en términos de imagen: Para octubre del 2019, el 71% aprobaba la gestión de Vizcarra, mientras que solo el 20% daba su apoyo al congreso. De hecho, la visión positiva de los últimos no paró de caer desde el 2016, pasando del 46% a cerca del 22% a fines del 2019.
En este marco, el presidente llevó a cabo una reforma política, que incluía el levantamiento de la inmunidad parlamentaria, institución fuertemente rechazada por la población. El congreso, reacio, se limitó a acceder a su tratamiento, pero dilató cualquier resolución.
Ante esta inactividad, Vizcarra avanzó con una reforma constitucional, en la que se incorporaría la prohibición de la reelección de los legisladores, la creación de una Junta Nacional de Justicia y el establecimiento de un mecanismo para regular la financiación de los partidos, asunto en agenda dadas las revelaciones de un ejecutivo de Odebrecht, quien declaró haber contribuido, ilegalmente, a las campañas de todos los competidores en las anteriores elecciones.
El referéndum subsiguiente se saldó con un rotundo apoyo para el gobierno, de cerca del 85%. Tras concretar los cambios arriba mencionados, y teniendo la pelota de su lado de la cancha, Vizcarra prosiguió con una moción de confianza para modificar el mecanismo de elección del Tribunal Constitucional que, según argumentaba, se venía realizando de forma acelerada y poco transparente.
El presidente de Perú, Martín Vizcarra, baja la mirada mientras miembros de su gabinete le aplauden frente al palacio presidencia en Lima, después de que el Congreso aprobó destituirlo el lunes 9 de noviembre de 2020. (AP Foto/Martín Mejía)
Si el congreso hacia caso omiso de dicho pedido, el mandatario estaría constitucionalmente habilitado a cerrarlo y convocar a elecciones.
Sin expedirse sobre el tema, el legislativo inició el proceso para la renovación de varios de los miembros del tribunal, acto que el gobierno entendió como una vulneración al espíritu del proyecto. Así, Vizcarra tomó la decisión de clausurar el congreso.
Pero, en lugar de utilizar esta oportunidad para formar una nueva mayoría oficialista, optó por no presentar una lista propia a los comicios, decisión que se demostraría fatídica.
Los clavos del ataúd
El inicio de lo que sería un turbulento 2020, encontró a Perú con un congreso fragmentado. Un total de 130 bancas se reparten entre de 10 partidos. Acción Popular, encabezado por el futuro y fugaz presidente Manuel Merino, es la principal fuerza, con 25 escaños, seguido por Alianza para el Progreso con 22. El gran derrotado en las urnas fue el fujimorismo, desinflado y desgastado por un coctel que incluía tantos cruces de espada con el ejecutivo como causas judiciales.
A este fraccionamiento debemos sumarle las consecuencias de una de las reformas, la que prohíbe la reelección de los congresistas, que dejó al frente de un escenario tumultuoso a una bancada de primerizos. Esta nueva generación, además de carecer de experiencia, arrastra los vicios de la clase política tradicional y, como aditivo, al ser su único mandato posible, no tienen ningún incentivo para rendir cuentas ante quienes los votaron.
Como en otros lugares, la crisis del coronavirus recrudeció y aceleró dinámicas preexistentes. El ya de por sí endeble gobierno, tuvo que enfrentar una pandemia que arrasó con 35.000 vidas y devastó la economía, dejando 6.5 millones de desempleados y un derrumbe proyectado del 12% en el PBI.
El conflicto escaló hasta llevar a dos nuevas mociones de vacancia contra Vizcarra, la segunda exitosa. A pesar de las denuncias por dádivas contra el mandatario, la amplia mayoría de los peruanos, el 78% según una encuesta de IPSOS, estaba de acuerdo con que este terminara su mandato, para luego continuar con la correspondiente investigación. Pero esto no pareció importar demasiado a los miembros del congreso, que optaron por eyectar al residente de la Casa de Pizarro alegando su incapacidad moral para gobernar, a pesar de que 68 de ellos tienen litigios pendientes con la justicia.
La combinación de un sistema de remoción presidencial flexible y de fácil ejecución, fragmentación partidaria, intereses sectoriales de corto plazo y corrupción endémica, utilizada sistemáticamente como herramienta en las disputas de poder, convierten a la República de Perú en un barco difícil de timonear frente a una tormenta.
Los factores estructurales necesitaron de un catalizador, he aquí que el parate económico y una pandemia configuraron un escenario que terminó por sepultar al gobierno.
Referencias
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