Por Ludmila Toloza miembro del Grupo Jóvenes Investigadores IRI
El mundo actual, en su inconmensurable dimensión, se encuentra plagado de luces y sombras. Entre sus lados más oscuros se hallan las prácticas culturales nocivas, las cuales son costumbres discriminatorias que las comunidades y las sociedades realizan de manera regular y durante períodos tan extensos que terminan por considerarlas como aceptables. Una de las más recurrentes en muchos puntos del globo es el matrimonio infantil.
Las preparaciones son las habituales: el vestido, las flores, la ceremonia… solo falta lo más importante: su consentimiento. Esta práctica tiene consecuencias inmediatas y permanentes para los menores que la sufren, ya que una niña o niño obligado a contraer matrimonio se verá impedido para el desarrollo de su máximo potencial, en la medida en que se le niega su derecho a la educación, se eliminan las posibilidades de acceso al empleo, se degrada su salud sexual y reproductiva y, en definitiva, su integridad física y mental. No hay duda de que es muy probable que una niña, interrumpidas su infancia y adolescencia por el matrimonio forzado y el embarazo precoz, sufra violencia física o sexual, o que padezca abusos por parte de la familia del marido. Además, los matrimonios en una edad temprana tienen también efectos perniciosos y constituyen una barrera para el desarrollo económico y el progreso social de las comunidades y países.
UNICEF calcula que 650 millones de niñas y mujeres vivas hoy en día en todo el mundo se casaron cuando eran niñas, mientras que respecto a niños y hombres la cifra se encuentra alrededor de 115 millones. Las niñas son afectadas de una manera desproporcionada, considerando que 1 de cada 5 mujeres jóvenes de 20 a 24 años se casaron antes de cumplir 18 años, en comparación con 1 de cada 30 hombres jóvenes.
La mayor cantidad de casos de matrimonio infantil se reportan en África subsahariana, Latinoamérica y el Sudeste asiático. Pero no es una realidad que se circunscribe a los países en vías de desarrollo, por desgracia es una problemática de carácter global. Miles de menores son obligados a casarse en estados como Texas, Florida, Kentucky, Tennessee o Alabama en EE. UU. También ocurre en países europeos como España, donde las corrientes migratorias han acarreado miles de menores en situación de vulnerabilidad, desprovistos de apoyo estatal. En cualquier lugar del mundo donde se realicen, esta práctica priva a las niñas y niños de su infancia, les niega la oportunidad de decidir sobre su propio futuro y pone en riesgo su bienestar.
Sus principales causas radican en las situaciones de especial vulnerabilidad a la violencia que se derivan de su condición de migrante o desplazada, de su situación económica desfavorable, o porque simplemente les ha tocado nacer o residir en países sumidos en conflictos donde las bodas supone una boca menos que alimentar. Así como las carencias educativas unidas a antiguas tradiciones asentadas en el territorio. A esto hay que añadir que estas niñas, principales víctimas de la práctica, suelen padecer otras formas entrecruzadas de discriminación que hallan sus raíces más profundas en los estereotipos de género.
Más allá de las condiciones preexistentes, ¿La problemática se ve afectada por el Covid-19? Según un reciente informe publicado por UNICEF “COVID-19: A threat to progress against child marriage” (COVID-19: Una amenaza para el progreso contra el matrimonio infantil), publicado durante el Día Internacional de la Mujer, se advierte que los efectos de la pandemia acrecientan la vulnerabilidad de las niñas y niños respecto a contraer matrimonio en edades tempranas. Aun cuando incluso antes, 100 millones de menores ya corrían el riesgo de contraer matrimonio infantil en la próxima década.
En algunos lugares, la situación actual revierte años de progresos en torno a la reducción de esta práctica. Entendiendo que las restricciones de movimiento y el alejamiento social asociados a la pandemia dificultan el acceso de las niñas y niños a la atención sanitaria, los servicios sociales y el apoyo comunitario que las protegen contra el matrimonio infantil, los embarazos no deseados y la violencia de género. Mientras las escuelas permanezcan cerradas, tienen más probabilidades de abandonar los estudios y no volver a ellos. Las pérdidas de empleo y el aumento de la inseguridad económica también pueden obligar a las familias a casar a sus hijos, principalmente mujeres, para aliviar su carga financiera.
En pleno siglo XXI, el matrimonio infantil no puede ser aceptado como “tradición”. El respeto al principio de igualdad y no discriminación y la protección del interés superior del menor, valores que gozan de un alto reconocimiento en el plano internacional, deben de ser tenidos en cuenta y guiar la actuación de los poderes públicos en la prevención y erradicación de esta práctica nociva, así como en la adopción de medidas específicas y multidisciplinares para combatirlo. ¿Acaso no todos los niños y niñas merecen infancias libres?.
Ludmila Toloza: Estudiante avanzada de la Lic. En Relaciones Internacionales (UNLa) y miembro del Grupo de Jóvenes Investigadores del IRI (UNLP).
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