El 11 de abril, los ciudadanos de Perú fueron llamados a votar para las elecciones generales, mediante las que se designan el presidente, los dos vicepresidentes, 130 diputados y cinco representantes al Parlamento Andino. La misma se vio marcada por una alta dispersión del voto y una baja participación (votó únicamente el 70% de la ciudadanía).
En un contexto de descontento general, los resultados arrojan dos datos por demás preocupantes: por un lado, ningún candidato presidencial se logró imponer con suficiente fuerza, y por el otro, quedó conformado un congreso super fragmentado y polarizado que pone en serios problemas la gobernabilidad.
Perú atraviesa desde comienzo de siglo una importante crisis de representación, caracterizada por una alta fragmentación del espectro partidario y la imposibilidad de que se institucionalizara un sistema de partidos, dos características que debilitan el régimen democrático. La aparición constante, elección tras elección, de nuevos partidos sin bases ideológicas y estructuras organizativas y la desaparición de otros, sobre todo aquellos considerados tradicionales, ha provocado un divorcio entre el electorado y los partidos políticos. Es decir que el país es testigo de una desarticulación tanto social como política que impide la construcción de organizaciones partidarias que sea duraderas a lo largo del tiempo y representativas, imposibilitando, de esta forma, la resolución de los problemas dentro de la arena política.
Por esto, la democracia peruana tiene una baja legitimidad civil que, sumado a altos niveles de descontento ciudadano y apatía por los sucesivos escándalos de corrupción, ha dado lugar al surgimiento de nuevos partidos extremistas y outsiders junto a un fuerte porcentaje de ausentismo y voto protesta en esta elección.
Los candidatos que se disputaron la sucesión de Francisco Sagasti fueron en total 18, de los cuales 7 tenían la posibilidad de pasar a segunda vuelta. Estos números son preocupantes en el sentido que cristalizan la situación política peruana actual: no hay candidatos ni partidos políticos con bases sociales fuertes.
Los resultados arrojaron la necesidad de una segunda vuelta en junio, ya que ningún aspirante fue capaz de conseguir el 50% de los votos o más. La contienda electoral se dará entre dos candidatos radicales: el antisistema de izquierda Pedro Castillo (Perú Libre) con un total del 19% de los votos, y Keiko Fujimori, de corriente de derecha populista (Fuerza Popular) con un 13%. Estos números representan un valor muy alto de dispersión del voto presidencial, consolidando un 9,30 de NEP (Número Efectivo de Partidos)-
Dentro de América Latina, Perú encabeza la lista de países con ofertas electorales atomizadas, cuestión que resulta muy alarmante. La polarización y atomización del sistema de partidos en un escenario de descontento político, como se mencionó anteriormente, hizo que aparecieran opciones en los extremos del contendum del sistema, tanto en la derecha como en la izquierda. Estas nuevas ofertas partidarias nacen por el deterioro de los partidos tradicionales e incluso por la desaparición de muchos de ellos, con el fin de suplir las necesidades de los ciudadanos que no se siente representada por los partidos establecidos.
Esta situación se puede ver claramente en los resultados electorales del Congreso, en donde ocuparán lugar 10 partidos de los 11 que se presentaron, con Fuerza Popular y Perú Libre encabezando la lista, aunque con un porcentaje bastante bajo, de aproximadamente un 28% de los votos, sin poder alcanzar una mayoría absoluta de 66 escaños. Además, el 15% de los votos fueron nulos y un 17% de votos en blanco.
La característica fundamental de este nuevo Congreso será la fragmentación, lo que complejizará el trabajo del Ejecutivo y la formación de alianzas en el Congreso, generando un gran problema de gobernabilidad por no contar, ninguno de los dos candidatos, con una mayoría en el Legislativo, lo que podría derivar nuevamente en una crisis política, afectando la efectividad del régimen, es decir, la capacidad de poner en práctica las medidas políticas formuladas.
De esta forma, el futuro presidente tendrá una fuerte limitación para ejecutar políticas y revertir esta situación teniendo en cuenta su historial: durante los últimos 5 años, la imposibilidad del Ejecutivo de lograr apoyo político en el Legislativo, ha llevado a recurrentes crisis en el país, cuya última víctima ha sido el expresidente Martín Vizcarra, quien por el constante enfrentamiento con el Congreso y luego de dos años en el puesto, fue destituido por “incapacidad moral permanente” tras una moción de vacancia en el 2018. Esto derivó en una aceleración del recambio presidencial, lo que se constituye como una prueba de fuego que el candidato que sea electo en junio deberá evitar.
Por otro lado, según el Barómetro de las Américas de Latin American Public Opinion Project, la principal preocupación que inquieta a los peruanos es la corrupción. Esto se refleja en la cantidad de ex-presidentes encarcelados, en proceso judicial o que se vieron envueltos en escándalos de corrupción, lo que ha deteriorado la confianza de los ciudadanos en los procesos políticos y democráticos, afectando directamente la legitimidad de las instituciones públicas.
Es por esto que no resulta menor, al momento de analizar los resultados de esta elección y la crisis partidaria del país, tener en cuenta las consecuencias que han traídos los sucesivos escándalos de corrupción en el país, que han terminado por empeorar la situación política.
Perú es un país ingobernable en el sentido que, por un lado, es un país con una “democracia sin partidos”, es decir que los candidatos suelen ser autónomos o forman un partido únicamente con fines electorales, no se constituyen como maquinarias con vínculos ciudadanos con trayectoria que se establecen con el objetivo de representar a sus bases electorales en los puestos institucionales. El sistema de partidos está roto, no existe, la oferta partidaria cambia en cada elección, dando lugar a la aparición de nuevas opciones en los extremos, atomizando el espectro partidario y haciendo virar el voto del electorado hacia los polos extremos.
Por el otro lado, y en parte como consecuencia de lo mencionado anteriormente, la rigidez institucional típica del sistema presidencial resulta agrava por la fragmentación en el Congreso (consecuencia directa de la atomización partidaria), lo que impide un feedback positivo entre ambos poderes y la posibilidad de resolver las crisis y los problemas que se presentan.
Frente a la posibilidad de que una sucesión de gobiernos poco eficaces (incapaces de resolver los conflictos) y poco efectivos (incapaces de poner en práctica las decisiones políticas), pueda llevar a una crisis de legitimidad del régimen, es necesario tanto una mayor disposición de la clase política a forjar alianzas como pensar en una reforma electoral que fortalezca la calidad democrática y los partidos.
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