Por María Solana Ledesma, miembro de la Red Federal de Historia de las Relaciones Internacionales
Varios exploradores se habían dedicado a buscar, durante años, un enorme continente meridional que llamaban Terra Australis Incognita («tierra desconocida del sur») pero los primeros intentos de encontrarlo habían fracasado. El pasado año, en medio de una pandemia que ponía al mundo en vilo, se cumplían 200 años desde el día en que, una expedición rusa, realizaba el primer avistaje del territorio continental antártico y sus campos de hielo.
La competición internacional por el territorio y el dominio económico no tardó en aparecer. En un primer momento, despertó el interés de diversas empresas que buscaban pieles y aceites de animales. Posteriormente, las grandes potencias, en pleno crecimiento, se lanzaron a competir por sus recursos para satisfacer sus necesidades de mayores suministros de materias primas.
La competencia no fue sólo económica, sino que se tornó también política. Del continente se desconocía absolutamente todo… por lo que se jugaba el prestigio internacional de aquel que fuese el primero en descubrir la Antártida y sus espacios más lejanos y recónditos. Conocida es la carrera entre el noruego Amundsen, primer hombre en alcanzar el polo sur, y el británico Scott que perdió a todo su equipo en la expedición.
Tras la Primera Guerra Mundial le llegó también al continente blanco la hora del reparto territorial. Poco a poco, las naciones que habían participado en los años de exploración fueron formalizando sus demandas, entre ellos nuestro país que, a pesar de las inhóspitas condiciones climáticas, tenía la presencia continua más antigua en el continente. En medio de una posible disputa soberana internacional que pondría en riesgo un continente vital para la mantención de los equilibrios naturales de nuestro planeta, surge un instrumento jurídico que “congela” las reclamaciones: el Tratado Antártico.
Dicho Tratado, que entra en vigor un 23 de junio de 1961, sentó los principios fundamentales que rigen nuestra relación con la Antártida hasta el día de hoy: que sea utilizada para fines pacíficos, que no llegue a ser objeto de discordia internacional y que se fomente la libertad de investigación científica en pro de la ciencia y el progreso de la humanidad. La suscripción al Tratado no implica para las partes que éstas abandonen sus reivindicaciones soberanas en el territorio, pero sí implica que éstas decidan cooperar por la paz y la seguridad de un continente cuya subsistencia es fundamental para la vida de todos.
A este primer tratado, se añadieron luego otros instrumentos jurídicos que constituyeron un verdadero sistema de regulación: Convención para la Conservación de las Focas Antárticas (CCFA), Convención para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos (CCRVMA.), Protocolo al Tratado Antártico sobre Protección del Medio Ambiente. (Protocolo de Madrid) y la Convención para la Reglamentación de las Actividades sobre Recursos Minerales Antárticos (CRAMRA)
Para el Tratado y su aplicación no existe un organismo internacional permanente (como ocurre en el caso de Alta Mar) sino que se optó por la comunicación directa entre las Partes Contratantes, el consenso y la negociación entre los Estados integrantes del sistema.
A sesenta años de vigencia del Tratado Antártico, la totalidad de las Partes Consultivas se definen por la permanencia del Sistema por considerar que el mismo constituye el mejor régimen jurídico para la región que la comunidad internacional pueda acordar al menos hasta el momento.
Ledesma, María Solana: Colaboradora del Departamento de Historia IRI – UNLP.