Por Andrés Gómez Carrión miembro del Observatorio Universitario de Terrorismo
Desde la asunción del poder gubernamental de Afganistán por parte de los talibanes, una de las preguntas que más ha permeado el espectro del análisis internacional es si Occidente, personalizado por los Estados Unidos, logró o no su objetivo superior planteado e iniciado en 2001 posterior al 11-S. En otras palabras, Occidente ¿triunfó o se vio derrotado luego de dos décadas de aparente superioridad?
Esta es un cuestionamiento particularmente complejo toda vez que para determinar un triunfo o una derrota en cualquier escenario es preciso conocer cuáles eran los objetivos a cumplirse dentro de este. Para el presente caso, muchos de ellos no develados, o por lo menos no totalmente conocidos, respecto de la presencia de tropas internacionales en Afganistán.
Luego del 11-S, y de la crisis de Derechos Humanos que se vivía en el país afgano particularmente en los años finales de la última década del siglo XX, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a través de la Resolución No. 368, instó a todos los Estados a que “colaboren con urgencia para someter a la acción de la justicia a los autores, organizadores y patrocinadores de estos ataques terroristas y subraya que los responsables de prestar asistencia, apoyo o abrigo a los autores, organizadores y patrocinadores de estos actos tendrán que rendir cuenta de sus actos”. Además, invitó al doblaje de esfuerzos por prevenir y reprimir actos de terrorismo a través de la cooperación internacional. Finalmente, y quizá el punto de mayor relevancia, expresó la disposición “a tomar todas las medidas que sean necesarias para responder a los ataques terroristas perpetrados el 11 de septiembre de 2001 y para combatir el terrorismo en todas sus formas”.
Este marco, principalmente lo concerniente al aval para la toma de todas las medidas para responder a los ataques terroristas, le abrió el espacio a la comunidad internacional para intervenir de manera inédita sobre un grupo terrorista, e indirecta pero principalmente (pragmatismo internacional) sobre un gobierno que aparentemente respaldó a quienes perpetraron el ataque contra el World Trade Center.
Combatir el terrorismo y someter a la justicia a los autores del atentado fueron los principales objetivos de la ONU; no obstante, “liberar un pueblo oprimido, reforzar la seguridad en Afganistán y reconstruir su sociedad” fueron las metas planteadas por el entonces presidente estadounidense, George Bush. Unido a esto, las Naciones Unidas en la Conferencia de Bonn, en diciembre de 2001, resolvieron la instauración de una Autoridad Provisional para Afganistán con el fin de “elaborar una nueva constitución y [promover] el camino hacia elecciones para establecer un nuevo gobierno” (Salazar, 2021). Es decir, algo muy parecido al modelo “Nation Building” posterior a la II Guerra Mundial, aunque esto último sea negado por la Casa Blanca.
Por consiguiente, los objetivos fueron diversos pero confluían en la necesidad de apartar a los talibanes del poder político y restructurar una sociedad desde los estamentos más básicos como los sistemas educativo y político. Hoy, luego de 20 años, los talibanes han regresado al poder político y la presencia internacional finalizó. ¿Estamos como al principio?
La respuesta es incierta, si el objetivo era terminar con Bin Laden, se puede hablar de éxito; sin embargo, si la meta era finalizar con el islamismo radical, hoy no hay la más remota posibilidad de pensar en un triunfo. El islamismo radical y el yihadismo mutaron. Si bien durante la primera década de este siglo tuvieron que retroceder en Afganistán, encontraron otros escenarios fértiles que hoy fungen como centros de poder. Tal como lo expone Brenda Githing’u, analista antiterrorista, “el frente de la yihad se ha trasladado de Oriente Medio a África” (EP, 2021); además, ya no solo se concentra en Al Qaeda, existen nuevos actores de considerable envergadura como el autodenominado grupo Estado Islámico.
En este mismo sentido, a pesar de la presencia internacional, durante los últimos años la crisis de seguridad en Afganistán creció progresivamente y se convirtió en uno de los puntos de mayor actividad terrorista del mundo. Por otro lado, si el objetivo fue la reconstrucción de la sociedad afgana, durante los 20 años de presencia internacional se logró en cierta medida, principalmente en materia de derechos humanos de las mujeres, no obstante, hoy pareciera que solo quedan rezagos en aisladas protestas por no perder lo adquirido.
En conclusión, el caso de Afganistán no debe subsumirse al análisis de triunfo-derrota, es un escenario profundamente complejo subyugado a la reconfiguración del orden internacional, con una dimensión histórica importante y con actores cargados de capacidades de adaptación y resurgimiento superlativas. Por ende, el centro de interés global debe radicar en la población que allí reside, así como en las repercusiones regionales que este cambio genere con especial atención en materia de seguridad internacional.
Finalmente, es necesario puntualizar que lo sucedido en Afganistán no se debe endilgar exclusivamente a los Estados Unidos. Hoy, la comunidad internacional, comprendida en los principales organismos de decisión multilateral, tienen la responsabilidad con el mundo de buscar mecanismos que garanticen el respeto por los Derechos Humanos, desde los más elementales como la vida, de una población que hoy se siente amenazada; incluso de revisar y evaluar las estrategias desplegadas en décadas que no han sido tan efectivas como se hubiese querido.
Andrés Gómez Carrión: Internacionalista, Máster en Gestión Pública. Diplomático de carrera del Servicio Exterior
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