Por Juan Martin Fernández, miembro de Politólogos al Whisky
Ante el proceso de transformación que atraviesa el sistema internacional en la actualidad, con el aparente abandono de la unipolaridad estadounidense y la disputa de poder que le plantea China en todos los sentidos, en los próximos años la mayoría del resto de los países del mundo se verán cada vez más presionados a tomar partido por uno de los dos bandos. Y será cada vez más difícil conservar una postura autónoma, independiente y que priorice los intereses nacionales; principalmente para los subdesarrollados o en vías de desarrollo, sin tanto margen de maniobra o con una fuerte influencia externa.
De este modo, para no caer en el seguidismo que buscarán tanto Estados Unidos como China, la alternativa que tendrán países como los sudamericanos, incluso Brasil (que desde hace años desaceleró su carrera por convertirse en un jugador de peso propio en el escenario mundial), será la de reagrupar fuerzas para pelear por sus intereses de manera conjunta. Y en ese sentido, una de las herramientas -aunque un tanto oxidada- que tienen Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay es el Mercado Común del Sur (Mercosur).
Desde su fundación en marzo de 1991, este proceso de integración regional funcionó como la principal alianza sudamericana para encarar el auge de la globalización de fines del siglo XX y estrechar lazos de una buena vez por todas luego de décadas de relaciones itinerantes. Con el comienzo del nuevo milenio y la coincidencia ideológica de gran parte de los gobiernos de la región, el Mercosur se amplió en términos institucionales, con nuevos intereses en cuestiones sociales y en materia de derechos humanos.
Tras unas primeras dos décadas de avances y consolidación, con la crisis financiera de 2008, un cambio en la tendencia de las estructuras productivas (cada vez más orientadas a vender productos primarios) y el distanciamiento de los miembros; la extendida luna de miel del Mercosur llegó a su fin. De repente, el proceso de integración se vio frente a una serie de desafíos que todavía no logra superar y una coyuntura internacional que, durante los últimos años, no hizo más que profundizarse.
Ahora bien, aunque el contexto mundial es imposible de dejar de lado, el problema más urgente que tiene hoy en día el Mercosur es el punto muerto en las relaciones de los dos gigantes del grupo: Argentina y Brasil. Un ejemplo sintomático de esta falta de coordinación -principalmente política- es el hecho de que en los últimos tres años, los presidentes de estos dos países socios no apuntaron ni un encuentro bilateral para acercar posiciones. Alberto Fernández y Jair Bolsonaro se encontraron cara a cara en apenas dos oportunidades informales: cuando se cruzaron en la Cumbre del G-20 de Roma de 2021 y en la Cumbre de las Américas de este año celebrada en Los Ángeles.
La lejanía ideológica entre ambos, sumada a la nula coordinación, llevaron a que Argentina y Brasil impulsaran proyectos opuestos para el futuro del proceso de integración regional. Por caso, durante el mandato de Bolsonaro, Brasilia apoyó a Montevideo en la idea de permitir negociaciones de los miembros por fuera del Mercosur (Uruguay busca cerrar un TLC con China), disminuir los niveles de proteccionismo que priorizan las relaciones internas (bajando el arancel externo común) y eliminar ciertas instancias institucionales ligadas a cuestiones sociales; tres medidas a las que Buenos Aires se opuso en términos generales.
Ante esta realidad, por demás está decir que se hace impensada una estrategia geopolítica para encarar el nuevo sistema internacional que se avecina. Pero ahora bien, ¿qué podría cambiar con la llegada de Luiz Inácio Lula da Silva al poder? Lo cierto es que muy posiblemente se produciría un deshielo en las relaciones bilaterales, incluso con un triunfo de Juntos por el Cambio en las elecciones presidenciales argentinas del año que viene. Sin embargo, con el sector del agronegocio habiendo ganado mucho peso por el anteriormente nombrado cambio en las estructuras productivas y las presiones de un Congreso y de los gobernadores de los principales estados del país en contra, en caso de ganar no la tendrá tan fácil para revertir las ideas reformistas que apunta el neoliberalismo para el Mercosur.
Pero más allá de lo que pueda pasar con las reformas planteadas, en caso de llegar al poder, el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) tiene una ventaja por sobre su contrincante en el balotaje del 30 de octubre: la capacidad de entendimiento (o por lo menos de diálogo) con un abanico más amplio del espectro político de la Argentina y, por consiguiente, de su principal aliado en el Mercosur. Por supuesto que su preferencia para las presidenciales de 2023 es un candidato del Frente de Todos, pero lo cierto es que, teniendo en cuenta las alianzas que hizo con partidos de centro y centro-derecha (sin ir más lejos, su candidato a vicepresidente es Geraldo Alckmin), también podría entablar relaciones con, por ejemplo, el sector de Juntos por el Cambio liderado por Horacio Rodríguez Larreta.
Por el contrario, en caso de permanecer en el poder, Bolsonaro ya demostró que no está dispuesto a acercarse al kirchnerismo, lo que mantendría la situación actual por lo menos hasta una eventual victoria de un candidato de centro-derecha o derecha. De este modo, la llegada de Lula al poder no solo podría apaciguar las medidas que buscan flexibilizar el proteccionismo del Mercosur, sino también reavivar las relaciones entre los dos gigantes del proceso de integración, lo que sentaría las bases para que vuelvan a trabajar en conjunto y encarar un nuevo sistema internacional que plantea muchos desafíos y reacomodamientos.
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