Con la reciente reelección de Donald Trump, el escenario transatlántico se enfrenta a un cambio que suscita preguntas sobre el futuro de la seguridad en la región y el equilibrio internacional de poder. Trump, ya confirmado como presidente, dejó en claro que su gobierno intentará resolver el conflicto en Ucrania a través de un acuerdo pragmático, uno que probablemente implique concesiones a Rusia.
Desde Europa, esta estrategia se percibe como una amenaza potencial a la estabilidad regional. Si Washington cede terreno a Moscú, los líderes europeos podrían considerar una diversificación de sus alianzas y explorar una mayor colaboración económica con China para fortalecer su autonomía. Entonces, ¿podría un acercamiento entre Estados Unidos y Rusia empujar a Europa hacia China?
Este escenario, aunque aún hipotético, sugiere un cambio en el balance de alianzas que ha definido la política europea desde la posguerra. Aun así, la posibilidad de que Europa y China fortalezcan sus lazos comerciales no implicaría una ruptura con Estados Unidos en el ámbito de la defensa. El vínculo de seguridad con Washington sigue siendo vital para la estabilidad europea, y el respaldo de la OTAN continúa siendo la principal garantía de defensa en la región. Más bien, lo que busca Europa es un contrapeso económico que le permita resistir la presión de una administración Trump cada vez más inclinada a priorizar los intereses estadounidenses bajo un marco agresivo y proteccionista. En palabras de Emmanuel Macron, Europa aspira a abandonar el “transatlantismo ingenuo”.
China, por su parte, está mostrando interés en fortalecer su relación con Europa. Recientes declaraciones de diplomáticos chinos instan a “resolver diferencias” y a fomentar los vínculos bilaterales en respuesta a las incertidumbres que trae el regreso de Trump a la Casa Blanca. Este acercamiento chino refleja el cálculo pragmático de Beijing: al consolidarse como un socioeconómico, podría ganar terreno en el continente sin involucrarse en la defensa.
La administración Trump, sin embargo, no oculta su preocupación ante esta posibilidad. En Washington, la expectativa es que los aliados europeos alineen sus intereses económicos con los de Estados Unidos. La postura proteccionista del “Estados Unidos primero” se traduce en la amenaza de aranceles generalizados del 10% en todas las importaciones y hasta un 60% en productos provenientes de China.
Los aranceles, en especial si se aplican a sectores estratégicos como el automotriz y el tecnológico, pueden tener un impacto severo en Europa, cuya economía depende en gran medida del acceso al mercado estadounidense y de la estabilidad en las exportaciones hacia el otro lado del Atlántico. La presión de la administración Trump se ejerce sobre una Europa que, además de enfrentar la posibilidad de nuevos aranceles, se encuentra en un contexto de dificultades internas. La crisis energética y la inflación derivada de la guerra en Ucrania han golpeado duramente a varias de sus economías más grandes, como Alemania e Italia.
Para contrarrestar esta presión, la Unión Europea comenzó a explorar contramedidas, como el “Instrumento Anticoerción”, una herramienta diseñada para permitir al bloque responder ante medidas de presión económica. Sin embargo, algunos analistas sugieren que Europa podría preferir una respuesta más transaccional, ofreciendo concesiones en sectores de interés estadounidense, como el gas natural licuado y la agricultura, a cambio de evitar los aranceles. Este enfoque permitiría a Europa reducir el impacto económico de la política de Trump mientras mantiene una relación pragmática con Estados Unidos.
Aun así, la presión económica que Trump podría ejercer sobre Europa trae consigo un riesgo de consecuencias políticas. Exigir un gasto en defensa del 3% del PIB, como sugiere la administración, representa una carga considerable para varios estados miembros que enfrentan divisiones internas y restricciones presupuestarias.
De esta manera, la administración Trump intentará revertir cualquier avance de Europa hacia China mediante sanciones y negociaciones, pero la efectividad de esta estrategia dependerá de cuánta presión esté dispuesta a tolerar una Europa en la que el respaldo a partidos de derecha y soberanistas sigue ganando terreno. Si Europa percibe que Estados Unidos no es un aliado confiable, la tentación de buscar alternativas para diversificar sus relaciones económicas podría volverse una realidad cada vez más tangible.
En conclusión, el dilema transatlántico se perfila como un reto para la Unión Europea, que deberá decidir si su dependencia económica de Estados Unidos sigue siendo viable o si la diversificación hacia China podría ser la mejor opción para fortalecer su autonomía. Si la administración Trump concreta sus concesiones a Rusia y persiste en sus demandas económicas, Europa podría elegir o al menos explorar una relación comercial con China para enviar un mensaje a Trump de que Europa tiene más opciones.
Para Estados Unidos, el riesgo no es que Europa se convierta en un aliado militar de China, sino que este vínculo económico fortalezca a Beijing en la región, debilitando la capacidad de influencia de Washington en un continente de importancia para su política exterior. De esta forma, la pregunta es hasta dónde está dispuesto a llegar Trump en su política de presión sobre Europa sin que esto lleve a sus aliados a replantearse su papel en la relación transatlántica.
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