La caída de Bashar al-Assad está marcando el quiebre de un eje estratégico que durante más de una década sostuvo el poder ruso en el Mediterráneo Oriental. Como un sismo político, este desenlace no solo sacude las arenas de Medio Oriente, sino que también está fragmentando los cimientos de una estrategia global cuidadosamente orquestada por Moscú. Siria, el baluarte de Rusia en la región, ahora se desvanece complicando los intereses de Moscú a largo plazo. Con Siria bajo control rebelde, la capacidad de Rusia para utilizar el territorio sirio como un corredor hacia África y Libia –vitales en su estrategia global– se ve seriamente amenazada.
Siria, la joya estratégica de Moscú
Desde su intervención militar en Siria en 2015, Rusia logró consolidar su influencia en el Mediterráneo Oriental asegurando dos enclaves estratégicos: la base naval de Tartús y la base aérea de Hmeimim, ambas ubicadas en la región de Latakia. Estos puntos no solo le garantizaban acceso directo al Mediterráneo, sino que también le permitían proyectar poder hacia Europa, Oriente Medio y África. La base de Tartús, único puerto ruso en el Mediterráneo se convirtió en un eslabón esencial para proteger su flota y servir de apoyo logístico para operaciones más allá de Siria.
La relevancia de este corredor estratégico no se limitaba a Siria. Rusia utilizó el territorio sirio como plataforma para extender su influencia hacia el norte de África, desplegando tropas, mercenarios y equipamiento militar en apoyo al mariscal de campo Khalifa Haftar en Libia. A través de una red de transporte aéreo y marítimo que conectaba Latakia con puertos libios como Tobruk y Bengasi, Moscú consolidó su presencia en el Sahel y reforzó su capacidad para desafiar a la OTAN, disputando la influencia europea en su frontera sur y ofreciendo a otros países una alternativa estratégica.
Sin embargo, la caída de Assad está desbaratando este entramado logístico y diplomático. La captura de Latakia por las fuerzas rebeldes, sumada a la incertidumbre sobre el futuro político de Siria, pone en duda el acceso futuro de Rusia a Tartús y Hmeimim. Aunque Moscú inició negociaciones con las nuevas autoridades sirias para mantener el uso de estas instalaciones, las condiciones actuales están lejos de ser ideales. Sin un régimen centralizado y autoritario que asegure la operatividad de sus bases, Rusia se enfrenta a un escenario mucho más costoso y vulnerable.
Libia: un pivote alternativo bajo presión
Con el corredor sirio comprometido, Libia se presenta como una opción cada vez más atractiva para Rusia. Desde 2014, Moscú viene respaldando a Khalifa Haftar, líder de facto del este de Libia, proporcionando apoyo militar y logístico que incluye mercenarios del Grupo Wagner, sistemas de defensa aérea y asesoramiento estratégico. A cambio, el este libio se ha convertido en un nodo logístico para las operaciones rusas en el Sahel y África subsahariana, permitiendo la expansión de su influencia en países como Malí, Sudán y la República Centroafricana.
La pérdida de Siria obligará a Rusia a redoblar sus esfuerzos en Libia, especialmente presionando a Haftar para obtener un acceso más permanente a puertos estratégicos como Tobruk. La infraestructura portuaria de Tobruk ofrece a Rusia una salida al Mediterráneo y un punto de apoyo para continuar su presencia militar y comercial en la región. Sin embargo, este movimiento no estaría exento de riesgos.
La expansión rusa en el Mediterráneo es vista con preocupación por la OTAN, que considera cualquier fortalecimiento de Moscú en esta región como una amenaza directa a su seguridad. En respuesta, Estados Unidos manifestó su preocupación por el uso de Libia como un trampolín para operaciones rusas en África, y podría redoblar sus esfuerzos para contener la influencia de Moscú en el país
Asimismo, otro obstáculo para las ambiciones rusas en Libia es la posición de Turquía. Desde su intervención militar en Libia en 2020, Ankara se ha consolidado como un actor clave, respaldando al Gobierno de Unidad Nacional (GUN) en Trípoli y bloqueando los avances de Haftar. Pero Turquía no se ha limitado a apoyar al GUN; ha adoptado un enfoque pragmático hacia Haftar, asegurando contratos económicos y expandiendo su influencia en ciudades clave del este libio como Bengasi y Derna.
La caída de Assad refuerza indirectamente la posición de Turquía en Libia. Si Rusia pierde su acceso fluido a Tartús y Hmeimim, su capacidad para reforzar a Haftar se verá limitada, creando un vacío que Ankara podría aprovechar. En este contexto, Turquía podría intensificar su relación con Haftar, no solo para expandir su influencia económica en el este libio, sino también para asegurarse de que Rusia no logre un acceso permanente a Tobruk.
Al mismo tiempo, la potencial reconfiguración de la estrategia rusa en Libia tiene implicaciones para la OTAN y el equilibrio de poder en el Mediterráneo. Si Moscú logra consolidar una presencia naval en Tobruk, podría proyectar su influencia hacia Europa del Sur, el Sahel y Oriente Medio, desafiando las rutas energéticas y comerciales dominadas por la Alianza Atlántica. En respuesta, la OTAN podría intensificar su presencia en el Mediterráneo Central y Oriental, incrementando el riesgo de fricciones con Rusia en una región ya de por sí volátil.
Por otro lado, la debilidad rusa en Siria podría también motivar a la OTAN a reforzar su cooperación con Turquía. Aunque Ankara mantiene una relación ambigua con Moscú, el nuevo contexto regional podría empujarla a alinearse más estrechamente con la Alianza Atlántica, especialmente si percibe que Rusia está perdiendo terreno en el Mediterráneo.
La reciente consolidación de Turquía como un actor clave en Libia podría ser vista por la OTAN como una oportunidad para fortalecer su influencia en la región. Sin embargo, este movimiento requeriría superar tensiones persistentes entre Ankara y sus aliados occidentales, particularmente en relación con las ambiciones turcas en el Mediterráneo Oriental.
¿Hacia un Mediterráneo militarizado?
La dinámica que surge tras la caída de Assad pone de relieve cómo el Mediterráneo sigue siendo un espacio clave para la proyección de poder de las grandes potencias. Para Rusia, el acceso al Mediterráneo no solo asegura rutas logísticas y militares, sino que también refuerza su capacidad para influir en África del Norte y el Sahel. No obstante, la pérdida de Assad como un aliado confiable en Siria amenaza con desarticular gran parte de esta estrategia, obligando a Moscú a buscar alternativas que, por su propia naturaleza, implican mayores riesgos y costos.
El fortalecimiento de la presencia rusa en Libia podría derivar en un aumento de las tensiones con actores europeos clave como Francia e Italia, que tienen intereses económicos y de seguridad profundamente arraigados en el país. Además, podría provocar una respuesta coordinada de la OTAN para contrarrestar lo que se percibiría como una intromisión rusa en un espacio de influencia occidental, lo que a su vez, podría llevar a un Mediterráneo aún más militarizado, con implicaciones potencialmente desestabilizadoras para toda la región.
En última instancia, los acontecimientos de este último mes en Siria nos recuerdan que el Mediterráneo sigue siendo un escenario clave de competencia entre las grandes potencias. La caída de Assad es una prueba de cómo los eventos en un rincón del Medio Oriente pueden tener repercusiones globales, reconfigurando alianzas, intensificando tensiones y alterando equilibrios de poder. Para Rusia, la lucha por mantener su influencia en la región está lejos de terminar, pero el costo de sus ambiciones podría superar lo que Moscú está dispuesto o es capaz de asumir.